domingo, 13 de septiembre de 2009

El río.


Era salvaje y tierno al mismo tiempo. Cuando solía callar era misterioso. Nadie sabía lo que ocultaba. Nadie sabía si realmente ocultaba algo. Era precisamente por eso que pasé la mayoría de mis años andando sigilosa, a su lado. Aunque sea de simple espectadora. Solía moverse al compás del viento, como la serpiente que se desliza. Guiado por el compás de las ramas de los pinos que le rodeaban. Las tardes de cielo rojizo, eran especiales. Cuando eran reflejadas en sus aguas.



Aún recuerdo la época en que aquellos gringos de calzones cortos y zancas blancuzcas intentaron de forma hermética, sabihonda y “científica”, realizar concienzudos análisis y estudios de cualquier índole sobre las vacilantes aguas de nuestro río.

Recuerdo que nadie dijo nada. Ni siquiera una advertencia a los forasteros.
Sólo esperábamos con silenciosa malicia, o curiosidad, a que sucediera.

Y yo, debajo del pequeño paraguas naranja que me acompañó como un perro fiel durante aquella infancia de sonrisas y olvido, anduve siempre cautelosa, detrás de los pinos, persiguiendo la pequeña lancha que monótonamente se detenía, para que sus tripulantes hicieran quién sabe qué, sobre el agua.

De pronto un grito, seguido de palabras inentendibles, que expresaban exaltación y sorpresa. Uno de los hombres saltaba, induciendo a otro a que continuara haciendo lo que hacía. A que continuara buscando algo que jamás sabrían explicar.

No sabían que aquel río no tenía fondo.

- ¡La lanzaré ahora mismo!, no me importa… – chilló Juanchito sujetándola en su mano infantil contradictoriamente áspera.
- Espera… espera a ver qué encuentran. – supliqué.
- Si nosotros no hemos sabido, ellos menos, que ni siquiera saben decir aguacate. ¡Al carajo!.- soltó el pillo, al momento de emprender una minúscula carrerita para lanzar la piedra redonda y pesada, con toda su fuerza, en dirección a los desconocidos.

Aquella piedra fue a dar contra la superficie del agua, provocando un chapuzón que sonó como si la roca hubiera sido succionada con fiereza. Los gringos se voltearon y no entendieron la procedencia del sonido.

Los niños se agazaparon.

Un ruido ronco comenzó a emerger de las profundidades del agua. Haciendo que una vibración particular comenzara a cosquillear las plantas de los pies.

Los inocentes rufianes rieron y celebraron el espectáculo. La lancha ahora había desaparecido entre aquellas aguas. Quién sabe a donde. La corriente se aceleró de forma bravía y tempestuosa.

Luego el chaparrón. Un chaparrón de magnitudes inesperadas que los niños siempre disfrutaban. Yo me llenaba de muchas dudas e intrigas, pero al no encontrar respuesta alguna me entregaba al frenesí inmaduro de correr entre los troncos bajo el diluvio que no procedía de ningún sitio.

No éramos ningunos brutos, nunca lo fuimos, a pesar de no haber asistido a la escuela como los demás niños. Sabíamos tres cosas que poca gente sabía. Cosas que ni los musiús bachilleres sospecharían:

El río se enfurecía cuando le lanzaban piedras, se tragaba cualquier persona que estuviera sobre sus aguas y generaba un torrencial aguacero. Siempre sucedía.

La otra era que el río no poseía fondo, nadie le tocó el fondo y nadie se atrevió siquiera a sumergirse para averiguarlo. Podíamos nadar en sus aguas y divertirnos, por lo menos en las orillas, sin adentrarnos mucho al centro, por temor.

Y por último, sabíamos que el elemento que alegraba al río eran los tabacos. Lanzar un tabaco al agua del río generaba días espectaculares de belleza inaudita. Todo en rededor florecía. Los viejos decían que sumergirse con un tabaco encendido en la boca te ayudaría a sacar morocotas de oro del fondo, pero nosotros dudábamos de eso, pues sabíamos y teníamos clara la premisa de que el río no tenía fondo.

Ser la de mayor edad en el grupo siempre me puso ante una responsabilidad algo incómoda. Mi deber era comprobar nuestros insólitos experimentos sobre las aguas del río. Vagos precoces, pero curiosos y aventureros, siempre fuimos.

Hasta que llegó el día.

El día que cumplí 15 años. Luego de las fiestas y las celebraciones, fuimos a jugar como de costumbre, al río. Anochecía y hacía poca la luz.

Entre sombras, Juanchito se acercó con su regalo, un tabaco envuelto en periódico.

Sorprendida y entusiasmada sonreí ante el detalle. Era obvio que los niños necesitaban que hiciera aquella hazaña que nadie había hecho, antes de que fuera más adulta: sumergirme de noche.

Respirando profundo para dejar atrás los nervios me decidí a hacerlo, con todo y traje de fiesta. Pensaba y estaba confiada que nada malo pasaría con un tabaco en mi poder.

Encendieron el tabaco y la candelilla iluminó levemente mi rostro. El humo plagaba mis pulmones. Sosteniéndolo en la boca, comencé a adentrarme en las aguas del río.

Era inusual sentirlas tal calmadas, sentía como si no hubiera agua, estaba totalmente estática la corriente. El agua era cálida y sabrosa, como el agua de una bañera.

Continué caminando hacia el fondo y mi cuerpo se sumergía. Cuando sólo quedaba mi cabeza sobre la superficie alcancé a escuchar de alguno:

- ¡Mosca y no te tardes Sofía!

Aspire una bocanada de humo en lugar de aire y sumergí mi cabeza.

Bajé como si bajara una escalera. Bajé y sentía que flotaba ingrávida. No me hacía falta el aire. Bajaba por las aguas, comencé a escuchar una música. Música que no era de iglesia, pero sí como de santidad.

De pronto una luz intensa, y una puerta se abría para dar lugar a un reunido grupo de personas iluminadas vestidas de pulcra etiqueta.

- Hasta que por fín llegaste. Te estábamos esperando.


A.J. FLORES.
130909


Nasciturus.


Dijo:

- !La vida es una locura!, Todo lo que sucede, tenía que suceder.

Cuando el viejo se encuentra mirando la torre, puedo contemplar su perfil abstracto. Su perfil inhumano.
Las canas enmarañan una cabeza que no sufrió nunca los embates de la calvicie.

Recordé siempre el 12 de Septiembre, por el temblor en sus manos.

Y sonrió y sus ojos, los ojos de una vida ya apagada pero no consumida, me miraron.

- Yo nací dos veces.- me dijo.

-¿Estuvo acaso al borde de la muerte y volvió del coma profundo? - le dije intrigado.

- Nací dos veces. Concebido por dos madres.

- Ha reencarnado entonces...

- ¡Para nada!, nací en el mismo cuerpo. Un 12 de septiembre, fui nuevamente concebido, entre los temblores y las sacudidas, volví a respirar los efluvios del aire que todos respiramos. No sabes lo que es sentir nuevamente tus huesos, tus pulmones, y contemplarla… a ella…en el frío de la concepción. Volví a berrear como berrea el recién nacido, volví a quedar sin ropaje. De su aliento la vida que había perdido, el vaho que te mantiene latiendo. De mi mirada perdida en el peor de los miedos, llegué a su mirada certera. Y la calma, perpleja. Perpleja calma...

Luego de eso secó sus ojos con un fino pañuelo anacrónico. Y yo dejé de observarlo. Me dediqué a perder la mirada.

Un hombre muere y dos meses luego de su entierro, un movimiento telúrico lo saca de su tumba. Volviendo a latir su corazón, volviendo a respirar. Concebido por la madre tierra. Su segunda madre.
Curioso. Parecía un caso atípico, encerrado en los albures de la historia. Efectivamente lo fue.


- Yo también he sentido lo mismo.

- ¿Y luego? – preguntó el viejo.

- Luego... luego siento que no tengo alma, que nací vacío... que he vuelto a nacer, pero vacío. ¿usted sabe?

- Ja!...¿que decís?... ¿acaso no ves mis ojos?... - refunfuñó.


Efectivamente, razón de sobra tenía para confiar en mi suerte. Afortunado era de haber encontrado un segundo nacimiento. Pero sin ser escupido por la tierra. Nací de una intimidad esotérica. Luego y viéndome al espejo compruebo que aun tengo alma, sólo que ahora está en el emocionado ir y venir transmigratorio, del cordón umbilical que me une a la mujer que se volvió madre. De mi alma.

Levantase pues, el viejo con su mirada perdida, su pañuelo anacrónico y con aquel temblor, que desde que volvió a nacer, nunca dio calma a sus manos.

Caminando se fue, sin siquiera mirar atrás.

A.J. FLORES
120909

jueves, 7 de mayo de 2009

Un lugar en donde no había tiempo, pero sí espacio.


Si... Aló, ¿me escuchas?

Recuerdo que el público era tan numeroso que sólo podía percibir un borroso tumulto, del que emanaban flashes dispersos.

Todo parecía moverse lentamente, mi mente estaba en un trance subliminal. Procesaba uno a uno los latidos y respiraciones que ejecutaba mientras me movía. Era mi danza mortal.

Las gotas de agua y sudor rodaban por nuestros rostros. Mi visión era el sentido mas desarrollado en aquel momento. No podía perder de vista el más minimo movimiento.

Escuché el eco de una aguda campana, era el momento de moverme, con mayor velocidad. Y así fue. El ir y venir de golpes furiosos, finamente ejecutados, daban justo en los puntos vitales de mi enemigo, una batalla se había iniciado.

Era seguro que volvería a ganar. Nadie podía vencerme. Era el único campeón invicto.

Mi sentido del tiempo ahi arriba transcurría más despacio. Así lo sentía yo. Lograba esquivar cada golpe, con la destreza de un felino. Respondía con inclemencia. La sangre no tardó en aparecer en su semblante, antes de que un agudo sonido de campana volviera a ser escuchado.

Su mirada era casi de odio mortal. Yo siempre sonreía ante mis enemigos, tal vez eso los debilitaba más, o me fortalecía más.

Sonó nuevamente la aguda campana. Nuevamente nos pusimos en guardia.

Moviendome con agilidad y lanzando de forma siniestra rectos golpes, logré tumbarlo hacia las cuerdas. Perfecto lugar para acorralarle y terminar con él. No dudé en acercarme veloz. Más veloz que el resto, podía sentir que todo se estaba ralentizando.

Mi derecha fue propulsada con la fuerza de una locomotora, en dirección a su sien.

No logré propinar el golpe. De alguna forma logró esquivarme.

En seguida ocurrió lo inesperado. Un impacto sobrenatural de abajo hacia arriba, dió en mi mandibula.

Una luz blanca cegó mis ojos. Un pitido ensordecedor no me dejaba escuchar el resto. Sentí que caí al suelo.

El tiempo se había detenido.

Intenté gritar pero mi voz no se escuchaba. Solo el pitido torturaba mis timpanos.

Estaba confundido. Esperé.

Miré a todas direcciones, pero habían desaparecido todas las personas del anfiteatro, incluso mi enemigo, el árbitro, los comentaristas, la chica de los números, mi entrenador, no había nadie, ni nada.

Todo era blanco.

¿ Qué podía ser aquello?. Me levanté y reajusté mi mandíbula. Estiré mi cuerpo e hice flexiones. Todo estaba en orden, me sentía completamente igual a como hubiera estado luego de un combate.

¿Aquello, podría ser producto de una inconsciencia?, ¿Cómo era posible?

El sonido agudo fue disminuyendo progresivamente, hasta que cesó del todo. Mi voz volvía a ser escuchada. Grité y no había eco en donde estaba.

Todo era blanco a mi alrededor.

Me quité los guantes y me senté a esperar. Esperar a que pasara algo.

Empecé a desesperarme al rato. No sabía cuanto tiempo había pasado. Comencé a sentir calor.

Me reincorporé. Y decidi salir corriendo. Corrí desesperadamente en linea recta. Comprobé que me alejaba de mis guantes, por lo que se suponía que de estár encerrado en una sala, lo más probable era que hubiera un límite.

Corrí, Corrí y Corrí sin descanzo. No se si pasaron horas, o días, o años. No podía sentir el tiempo, solo corría sin cansarme. Buscando en vano llegar a algún sitio.

Estuve haciendo lo mismo sin detenerme, nisiquiera a comer, ni beber a nada.

Mi carrera culminó el día que encontré esta bocina. Usted debe ser la primera persona que escucho en tal vez cientos de años.

Sigo sin saber en donde estoy.

Necesito que no cuelgue esta llamada, por favor.

¿Aló... sigues alli?

Escrito por:
A.J. FLORES
15042009

Del último truco que Gregory Kraskov hizo al Zar Alejandro III


Se dice que cuando Nikolái Romanov, observó la actuación de un viejo, en aquel frío septiembre, aplaudió con tanto ímpetu y admiración, que los allí presentes, desconcertados, no pudieron hacer más que seguir el ejemplo del infante. Aquel anciano de saco sucio, ennoblecido por las loas recibidas, se inclinó y besó el anillo de Nikolái. Por fin sus artes habrían de ser reconocidas.




Un don en absoluto extraordinario, profundamente incomprensible, fue desarrollado por el mago ignorado de nombre Gregory Kraskov, en algún momento de su juventud.

Al principio, ni siquiera él le dio importancia a lo que podía hacer con sus manos. Desaparecía piedras que conseguía en las calles, o trozos de periódico viejo que estaban en la basura. Simplemente salían de forma inexplicable de sus manos y nadie las encontraba de nuevo.

“Muy buen truco, me has divertido. ¿ Por qué no desapareces a mi esposa”, decían los otros obreros con los que compartía sus horas de descanso. Todo era siempre en broma. Todos admiraban aquellos actos como simples truquillos de rápidas manos y de vagabundería cotidiana, similar a los trucos de barajas o de dados. No obstante, Gregory, sin saber cómo, podía desaparecer las cosas, quien sabe a donde, mejor que ningún otro mago de su época.

Pasaron los años de su vida, envejeció en medio de las callejuelas y los barrios de Moscú, con poca educación. Valiéndose de realizar trabajos forzados para subsistir en la soledad.

Todo cambió cierto día, en el que mientras participaba en una de las reconstrucciones del palacio del Zar Alejandro III Romanov, divisó la llegada del infante Nikolái, el cual se disponía a evaluar los avances en el trabajo de construcción.

Entusiasmado por aquella visita, el viejo Gregory se arriesgó en hacerle una curiosa demostración. Tomó un tarro con clavos y aparentó derramarlos estrepitosamente en frente del mismísimo infante.

Uno de los capataces de la obra, al observar tal estrépito, mando a llamar de forma enfática, al viejo Gregory, ordenándole de inmediato recoger cada uno de aquellos clavos sin demora. Aparentando subordinación y timidez, el viejo se inclinó ante el infante, suplicándole apreciara la forma más correcta de enmendar el error causado.

El infante sin mas opción decidió aceptar la propuesta del viejo obrero, por simple curiosidad de apreciar cual sería “la forma más correcta”.

Gregory entonces, desdobló su camisa de trabajo. Y se arrodilló en el suelo, extendió sus manos y entrecerró los ojos. Comenzó a tembletear los dedos de sus manos al mismo tiempo que apretaba sus mandíbulas.

Enseguida abrió sus ojos con elocuente mueca, y un raro sonido, como de vidrio siendo triturado, empezó a escucharse. En seguida ante los ojos atónitos de los allí presentes, los clavos fueron desapareciendo de la vista de todos, a medida que Gregory pasaba sus manos sobre ellos.

En menos de un minuto, el suelo estaba tan limpio como antes de haber sido derribado el tarro. Gregory se levantó del suelo y mostró sus manos totalmente limpias y vacías. ¡Todo había desaparecido!

Luego de ovacionar al viejo, el infante Nikolái, prometió enviarlo ante el salón del mismísimo Zar, a fin de dar fe de aquel acto. Mandó entonces a darle una habitación en el palacio, así como ropa y comida, para la presentación. El viejo aceptó de muy buen grado, aquella era la oportunidad de su vida.

Así fue como el viejo Gregory Kraskov, llegó a deleitar al Zar y a la Zarina, junto a sus demás hijos e invitados, con una serie de desapariciones sobrenaturales que escapaban de la comprensión de los allí presentes. Aquellas reuniones siempre fueron a puertas cerradas, y solo privilegiados invitados podían observar con sus propios ojos aquellos eventos. Numerosas fueron aquellas presentaciones, una más sorprendente que la anterior.

El talento del viejo Gregory, debía ser estudiado a detalle, por lo que le pidieron permiso para llamar a las mentes más ilustres de toda Rusia, a fin de que le estudiaran y encontraran, explicaciones lógicas a semejante don.

Gregory Kraskov aceptó de buena gana, siempre con educación y complacencia.

Cuatro meses después de su primera aparición ante la corte del Zar, se presentó la fecha para dar una gran exhibición, según él, un acto que jamás había intentado y que deseaba fuera explicado por aquellos ilustres hombres allí presentes.

Llegó entonces la noche esperada.

El Zar Alejandro III Romanov, concedió a Gregory la entrada al salón, y todos quedaron inmersos en un silencio profundo, todos seguían con sus miradas al anciano que finamente vestido se dirigía al centro de la estancia. Realizó varias reverencias, y enseguida fue aplaudido.

Sonrió el viejo y saludó a los demás presentes, agradeciendo tal ovación. Enseguida se quitó el saco que colocó en una mesa finamente preparada, así como los zapatos y los guantines, quedando mucho más ligero de ropas.

Todos miraban extrañados.

- Esta noche, aprovechando la presencia de los excelentísimos varones más ilustres de toda Rusia, así como del Zar y la Zarina, realizaré para vosotros un acto que nunca he realizado, quisiera dar prueba de la posibilidad de esta nueva desaparición. Esta noche intentaré desaparecer mi cuerpo…- algunas mujeres suspiraron de pánico.-… así como lo oyen, les ruego no se preocupen ni se asusten, si mis cálculos son correctos, todo saldrá a la perfección... - sonrió y nuevamente fue aplaudido por los allí presentes.

Una atmósfera de preocupación rodeaba el lugar. Las puertas estaban cerradas, así como los ventanales permanecían tapados por gruesas y costosas cortinas reales. Todos esperaban impacientes.

Gregory hizo sus acostumbrados calentamientos. Y llamando a su ayudante, mandó a colocar un espejo de unos tres metros de altura por uno de anchura, con un fino marco de oro, justo en frente de él. Indudablemente aquel fino espejo debía pertenecer al infante Nikolái Romanov. ¿Pero qué función cumplía?

- Este espejo será usado para poder ver mi reflejo, ya que he descubierto que sólo puedo desaparecer todas las cosas que primero capto con la mirada…- explicó el viejo. – ¡Estén atentos!, a continuación...

Nuevamente extendió sus manos y entrecerró los ojos. Comenzó a tembletear los dedos al mismo tiempo que apretaba sus mandíbulas. Enseguida abrió los ojos con su mueca elocuente.

Gritó algo en una lengua desconocida y corrió a toda velocidad hacia el espejo.

Sonó un silbido muy agudo.

Todos esperaban ver el espejo vuelto pedazos, pero nada pasó.

Ya el cuerpo de Gregory no estaba en el lugar. Sólo el frío espejo que reflejaba aquellos rostros pálidos con expresiones pasmadas.

Ninguno de los allí presentes pudo explicar de modo científico aquel evento, los ilustres caballeros declararon su incomprensión ante el Zar, rogando disculpas por tal falta.

Éste, sumamente asombrado, mandó a buscar por todos los confines del imperio zarino al viejo Gregory Kraskov, ofreciendo valiosísimas recompensas.

Sin embargo, nunca más fue vuelto a ver, ni en Rusia ni en ningún lado.

Con el asesinato de la familia Romanov, aquella historia quedó totalmente en el olvido.

Escrito por:
A.J. FLORES.
14042009

La puerta que camina.


Existen puertas que no han sido abiertas en mucho tiempo. Otras puertas son difíciles de ver, pues pasan inadvertidas. Hay puertas que siempre han estado y estarán cerradas. Y en algunos casos, muy extraños, hay puertas que caminan.

Esta es la historia de una de esas puertas, una de las más misteriosas de todas.

Fue olvidada con el tiempo y durante largas Eras, anduvo alejada de los hombres curiosos y avaros.
Incluso los gitanos olvidaron la existencia de tal puerta.

Muchas de las llaves que permiten abrir este tipo de puertas han estado perdidas desde siempre, o fueron escondidas por personajes que hace mucho murieron. No obstante, algunas llaves, han quedado muchas veces a nuestro alcance, incluso podemos llevarlas con nosotros a diario, y desconocer su verdadera función.



Es el año 1992.

Julián y León, los inseparables hermanos, hijos de un viudo periodista desempleado, todas las noches escuchaban una historia diferente de parte de su padre.

Éste pensaba, que los relatos les harían olvidar a los niños, todas las carencias padecidas, producto de la crisis económica que azotaba en aquel entonces a la reducida familia. Es por esta razón, que los inseparables hermanos, crecieron con una admirable sagacidad y perspicacia, superior a la de sus contemporáneos.

Por azares del destino, aquel entregado padre consiguió un trabajo como vigilante nocturno en una fábrica del centro de la ciudad. Oportunidad que no desaprovechó, admitiendo además, jornadas cada vez más largas a fin de cubrir sus numerosas deudas y continuar llevando el sustento a sus hijos.

Un domingo en la noche, antes de que los niños se durmieran. Julián y León escucharon atentamente:

- Espero que comprendan nuestra situación, debo aceptar esta oportunidad, y sacarle el mayor provecho, todos debemos hacer sacrificios. El que yo haré no será trabajar de más, si no pasar menos tiempo con ustedes. Por eso te encomiendo a ti Julián, cuidar de León mientras yo no esté...Y a ti León te encomiendo cuidar de tu hermano, como el escudero cuida del caballero, ¿entendido? …– los niños asintieron con un movimiento de cabeza y una mirada melancólica. – ..Ahora bien – dijo sacando un manojo de llaves. – estas son las llaves de mi trabajo, pero estas dos son para ustedes, una es la llave de esta casa, y la otra es la llave que guardarán, para cuando algo insólito pase, ¿entendido?

- ¿Qué es eso insólito? – preguntó León.
- No lo sé… pero guarden esas llaves. ¿Cosas insólitas están pasando a diario y uno nunca sabe no? - dijo guiñando el ojo izquierdo como solía hacer al culminar una historia.

Así comenzó el distanciamiento entre padre e hijos.

A partir de aquel entonces los chicos comenzaron a dormir solos, sin escuchar historias. Todo parecía normal, hasta que cierta noche León despertó a Julián:


-¿Porqué gritan tanto las guacharacas?
- No lo sé… déjame dormir.

Aquella algarabía duró un par de minutos. León observó el reloj. Éste marcaba las 12 y 41 minutos.

A la siguiente noche, ocurrió lo mismo. Todo estaba en silencio, hasta que de repente, comenzaron a gritar las guacharacas con estrepitoso afán y excitación.

- Julián ahí está de nuevo… las guacharacas... ¿Escuchas?
- Seeh… ¿Qué quieres que haga? Duerme, mañana hay que madrugar.

Los alaridos cesaron en unos minutos. León observó el reloj y este marcaba las 12 y 41 minutos de la noche. Aquel hallazgo le sorprendió.

Al día siguiente le exigió a su hermano mayor, una mayor atención al fenómeno, pensó pues, que aquello debía representar una pista del evento insólito que su padre les mencionó antes de partir. Julián acepto de mala gana.

En esa noche estuvieron en vela, con el reloj a su lado y escudriñando por la ventana de su cuarto, observando la montaña al frente de ellos, y escuchando el movimiento de los árboles. El cielo estaba despejado, y por encima de sus cabezas brillaba una luna en cuarto creciente.

Esperaron y esperaron.

Todo callado. León con sus 5 sentidos en estado de alerta. Julián adormecido. De pronto. Apareció el fenómeno... Poco a poco como si viniera de este a oste de la montaña, fue apareciendo el escándalo de las guacharacas. No había sonado nada que las alterara, ninguna sirena de ambulancia, o similar. Nada. La algarabía surgió de repente y se fue intensificando progresivamente.

Los hermanos se quedaron paralizados. Percibiendo el más mínimo detalle.

Hasta que todo se calló. A la hora, 12 y 41 minutos de la noche… Se miraron atónitos.

- Mañana hablaremos de esto… – sentenció Julián.-.. Por ahora debemos dormir, no es bueno sacar conclusiones de noche.

Camino al colegio, el hermano mayor reflexionó y llegó a la siguiente conclusión:

“Aquel fenómeno era lo suficientemente poco usual, como para poder ser considerado algo insólito. Por ende, debía ser investigado con profundidad a fin de encontrar las posibles respuestas”.

La inmensa curiosidad que inundaba a los jóvenes los transformaba en indicados para llegar al meollo de aquel asunto, la inocencia jugaba un papel importante, pero ellos no eran conscientes de ello. Necesitaban encontrar sus propias respuestas, ahora que su padre no estaba para acompañarlos.

Cuando se hizo de noche, ya estaban preparados con reloj, linternas, abrigos y ropa optima para excursionar. Debían partir inmediatamente al escuchar la primera hilaridad.

- ¿No será peligroso? Tengo miedo.- se quejó León.
- Tú fuiste el que comenzó todo esto, no te puedes echar para atrás. Esperemos a ver que pasa.

El reloj marcaba las 12 y 38 minutos cuando empezó a escucharse muy levemente el griterío lejano de las guacharacas. ¡Era ahora o nunca!

Los hermanos salieron de prisa, aprontados con todas sus ganas de aventurarse en lo desconocido. Salieron del edificio y cruzaron la calle ya abandonada y solitaria. Saltaron las rejas que separaban el pie de la montaña con la calle y se encontraron en medio de una insondable oscuridad arbórea.

El grito de las guacharacas estaba en movimiento. Encendieron las linternas y comenzaron a correr a tientas por entre las raíces de los árboles. Persiguiendo aquel rastro sonoro y aquel rozar de alas y plumas que parecían batirse alocadamente. León miraba siempre su reloj. De pronto le dijo a Julián:

- ! Ya son las 12 y 41, hermano!
-No importa, debemos de seguir el sonido hasta su fuente.

Los gritos no cesaron. Al contrario, siguieron haciéndose más cercanos. Continuaron corriendo pues, ascendiendo e introduciéndose en la densidad de la oscura montaña.

Julián a la cabeza, extendió su brazo para sujetar la mano del ya cansado León. Remolcándolo entonces, a través de aquel recorrido frenético.

-Debes protegerme como un escudero protege al caballero.- le repetía continuamente. Era como si hubieran pasado horas en movimiento. Corriendo solos por la oscuridad y sin rumbo. A pesar de sus condiciones, extrañamente no sentían miedo sino curiosidad.

De pronto, sucedió lo increíble.

El ruido cesó. Habían llegado a un claro. Podían ver sobre sus cabezas el despejado cielo, inundado de estrellas, y aquella luna en cuarto creciente. Una brisa suave movía las hojas a su alrededor.

Ahora había algo frente a ellos. Un árbol delgado, de pocas ramas. Sobre él, una multitudinaria reunión de guacharacas tenía lugar. Todas calladas, observando a los hermanos agudamente.

Era un escenario insólito.

Los hermanos se miraron, con la boca abierta.

Las raíces de aquel árbol no estaban bajo tierra. Estaban fuera del suelo, como si de patas se trataran, pero ya no se movían, estaba inerte.

León volvió a observar el reloj. Este aun marcaba las 12 y 41. Julián camino suavemente hasta el árbol. Nunca soltó a León. En la corteza había una puerta finamente tallada. Y una cerradura. Los hermanos se miraron.

León sacó de su bolsillo derecho la delgada y amarillenta llave. La introdujo en la cerradura y dio vuelta. La puerta se abrió ante aquellos dos niños que no sentían miedo.

Detrás de la puerta. Había un espejo.


Escrito por:
A.J. FLORES
13042009

El retrato de Juan.


Maracay, Estado Aragua. Año 2009.
Lo que sucedió vale la pena ser contado.



En una de esas tantas casas de la ciudad, que suele ser maltratada por las altas temperaturas, convivieron Juan y Margarita. Una pareja que sin traer hijos al mundo, mantuvo un vinculo matrimonial, que literalmente duró hasta que la muerte los separara.

El señor Juan, era en vida, amante de las historias y los relatos sorprendentes, fue siempre amable, jugador y bromista por naturaleza. Su intuición permitía que tuviera amplios conocimientos en diversas áreas, a pesar de no ser un hombre de titulos académicos.

El pequeño negocio que entre ambos mantuvieron en aquella casa les bastaba para cubrir todas sus necesidades. Era una vida tranquila, sin lujos y sin austeridad.

Una de las pasiones de Juan fue el arte, en especial la pintura. Y aunque no llevó a cabo ninguna obra de arte en especial, si era fiel comprador de cuanto buen cuadro captara su interés.

Fue en cierta ocasión, cuando pasó por su casa un hombre canoso, de cejas negras. Usaba el bigote bien afeitado y sus manos parecian siempre muy limpias. Aquel hombre era un pintor que ofrecía bonitos cuadros a buen precio. Sus obras, fueron del agrado del señor Juan, compró algunas y entabló amistad con aquel pintor forastero.

Beber unas cuantas cervezas, para pasar tanto calor, y charlar durante la tarde pareció una repentina costumbre, cada vez que el pintor canoso pasaba por en frente de la casa de Juan y Margarita.

No obstante, parecía que los lapsos de tiempo entre visita y visita fueron haciendose más largos, incluso hasta meses transcurrían sin que se supiera algo del paradero de aquel. La última aparición que Juan recordaría resultó ser particularmente especial.

Aquel pintor , llegó con un extravagante cuadro, un retrato del mismísimo Juan en persona.

Era sin lugar a dudas, un valioso presente para Juan, en él, salía su rostro finamente retratado, adornado por un sombrero entre el azul y el verde y una expresión seria, pero elegante. Le estuvo agradecido infinitamente y esperó a que volviera a pasar en una proxima ocasión. Pero los días pasaron, y pasaron, hasta que años transcurrieron, y los dos esposos dejaron incluso de pensar enuna posible llegada del fortuito amigo.

Lo insólito de esta historia ocurrió luego del fallecimiento de mi amigo Juan, victima de un funesto cáncer.

Las hermanas del difunto, volvieron a la casa para recoger algunas pertenencias. Interesadas quedaron, en los bonitos cuadros que en vida había coleccionado. La viuda Margarita triste aún por la perdida, concedió en entregar todos los cuadros, excepto uno, el retrato de Juan. Que finalmente colocó en una pared del recibo de la casa.

Luego de varios dias y estando sola nuevamente, se levanta Margarita de su cama para arrancar el quehacer diario, cuando al entrar en la sala se topa con una última sorpresa.

El retrato de Juan, está totalmente en blanco. Ninguna persona aparece en él.


escrito por:
A.J. FLORES.
08042009

!Hacia las Pléyades!.
















Era de Noche. Hacía Frío en aquella siniestra soledad.


- ¿Es él?
- Si, es él.
- Pero, no entiendo… es imposible.
- Desde luego que no, es él…
- ¡Imposible!...este hombre no podía morir, ¿me entiendes?
- Pues eso creíamos… y he ahí… no hay duda, es él.
- Tengo miedo…ahora tengo más miedo que antes.
- Yo también… pero es él.
- Tengo miedo de lo que nos pueda pasar ahora.
- ¡Que increíble! ¿Cómo pudo ser?
- Tenemos que irnos, ¡ahora mismo!
-Pero no podemos dejarlo aquí… ¡No en este lugar!
- ¡Nadie sabrá quien era!, escapemos ahora….
- Es cierto… nadie sabrá quien fue, pero si escapamos, nunca sabremos cómo ocurrió esto, entiende.
- ¡Pues no me interesa en lo absoluto!, nadie debe saber que estuvimos aquí, estaremos a salvo si nos vamos, ¡ya mismo! ¡Alejémonos de toda esta locura!
- Espera… solo quiero ver sus ojos, por última vez… tan sólo una ultima vez…


Levantó la escafandra y ahí pudo ver los refulgentes ojos. Que brillaban, cómo si de bengalas se tratara, apuntaban hacia las Pléyades.

Una última visión… tan intima, que pareció durar eras interminables para los hermanos Bastëhen.

Aquellos tres cuerpos desaparecieron en el acto. Sólo que ni siquiera ellos se dieron cuenta, que cuando un inmortal muere, se da una singularidad espacio temporal. Algo que ocurrió en el Big Bang y que sigue ocurriendo en los Agujeros negros.

Nuestros instrumentos de medición fueron totalmente inservibles para predecir la posición de los tres cuerpos, que como si fuera producto de una obra surrealista, dejaron de existir en esta realidad. Hasta el último átomo.

Despues de todo, podemos comprobar que la paradoja de Hawking no es del todo alocada. La información si desaparece, sabrá quién a donde.


ESCRITO POR :
A.J. FLORES
07042009

La Misteriosa obra de Manjit Andhyagi.


Los varones allí reunidos, discutían con exclusivo asombro lo que Alexander estaba a punto de realizar. Era el año 1892. La primera llamada telefónica se estaba llevando a cabo en Chicago.

Mientras tanto, algo inconcebible estaba sucediendo, ante los ojos de sabios y desconocidos yoghis hindúes, que llamados por voluntad mística a reunirse en aquella humilde habitación, admiraban el precioso talento, de la niña Manjit Andhyagi.

Aquella niña, de algunos 8 años de edad, dejó perplejos, a aquellos maestros con capacidades excepcionales en el arte de la meditación. Era Manjit, capaz de usar la mirada para llevar a cabo el más fino de los trabajos: la pintura.

La revelación se hizo presente, fue apareciendo súbitamente en una pared, el hermoso rostro de una mujer, la más hermosa de todas las mujeres. Aquellas facciones, tan preciosas y simétricas, eran acreedoras de la incomprensión de los allí reunidos.

Rompiendo el silencio, un yogui anciano, con los ojos casi perdidos por las cataratas inexpugnables, abrió su boca para pronunciar con su imponente voz:

- Pārvatī…- dijo exclusivamente el swami.

Todos sintieron el mismo fervor contemplativo por la aparición milagrosa de aquel perfecto rostro y cuerpo femenino. Era claro reflejo de la venerada esposa de Shivá.

Manjit sonrió al culminar la majestuosa obra. Al voltearse, encontró a los maestros con lágrimas en los ojos. Era obvio, que no había obra similar sobre la tierra. O tal vez si. Lo cierto era que el preciado trabajo, despertó un clandestino culto, por los ojos de la niña.

Para mi asombro, nadie había documentado este hecho. Rodeada por un hálito de misterio y profundo secretismo, la obra de Manjit había sido atesorada por aquellos escasos testigos.

Afortunadamente, este divino evento me fue relatado en secreto, por el Swami Vivekananda, íntimo amigo, durante su estadía en la ciudad de Chicago, en 1893.

No podía dar crédito a lo relatado. Tanto fue mi asombro, que sin dudarlo viajé hasta aquellas lejanas tierras, tras la pista de la niña de desconocida casa familiar, y de muchísimo más inexplicable talento.

Mi búsqueda dio frutos. Algunos desconcertantes, hasta para mí.

Ciertamente, aquel secretismo que rodeaba la vida y obra de una niña llamada Manjit Andhyagi, se debía a un preciado don, de poder dibujar y plasmar imágenes de un inaudito valor pictórico, simplemente con el uso de la mirada. Sin pinceles, sin pinturas, sin ningún recurso físico conocido por la mente moderna. La imagen quedaba plasmada sobre la superficie usada como lienzo. Usando tan solo la mirada. Aquello escapaba a toda explicación científica razonable. Era pues, un don que indiscutiblemente había que proteger, sobretodo apreciando su concordancia, con una posible revelación de la mismísima Diosa Parvati.

Mis investigaciones personales, dieron con que la noticia de lo ocurrido, llegó misteriosamente a oídos de la mismísima Emperatriz Victoria I, la cual deseando sobre todas las cosas existentes, más allá de lo material, mandó a encontrar a toda costa, a la niña y a su obra.. Intentos que a fin de cuentas fracasaron.

Los murales que quedaron pintados, en medio de la cofradía descrita al inicio, fueron destruidos antes de que alguien encontrase rastro alguno de la vivienda de Manjit. Más sorprendente aún, parece la desaparición de la niña, la cual, más nunca fue vista en la India, ni en Nepal, por los pocos privilegiados que conocieron esta historia, en aquella época.

Queda mencionar, a modo de conclusión, que pequeños fragmentos de aquella hermosa obra maestra, fueron guardados por algunos de los primeros testigos. Para mi sorpresa, y mientras le relaté lo sucedido al Swami Vivekananda, en una visita que hice en Belur Math, en el año 1902. Él mismo, sonrió una vez terminado mi relato, diciéndome luego:

- Supiste buscar como nadie más sabe buscar. ¿No sabes que las respuestas, debajo de las piedras están?...- sacó de uno de sus bolsillos un pedazo de piedra o losa. – .. Sin embargo, recuerda que… aún hay preguntas que deben quedar sin respuestas.

Finalizó sonriendo, mientras ponía aquella losa sobre mi mano.

Luego se supo que ese mismo día, el Swami Vivekananda, alcanzó el mahasamadhi, cumpliéndose su profecía de morir antes de cumplir los 40 años.

Y para mi alegría, aquel trozo de envejecida losa, era el último fragmento de la hermosa obra de Manjit Andhyagi, que al examinarla, solo pudo llenarme de profunda admiración, ante la bondad del maestro y ante los muchos misterios que parecían desvelarse sobre el manto de la Virgen de Guadalupe.

ESCRITO POR:
A.J. FLORES
06042009

miércoles, 6 de mayo de 2009

Los Puntos Perpendiculares.


Todos se reunieron en la plazoleta. Por primera vez veían algo tan misterioso.

Primero fue un punto, en el cielo. Negro como una mancha de pluma fuente. Lo que inquietó a Mariano.

Mariano, el que siempre veía los cielos. Todos los días.

Al principio nadie prestó atención a sus desaforados gritos. Comenzó a corretear por la aldea chillando a viva voz “!!NO SE MUEVE, NO SE MUEVE, NO SE MUEVE!!”.

Aquella algazara, tomada por los vecinos como otra subida de azúcar, no despertó nada más que órdenes de hacer callar al pobre. El Sol era intenso, muchos tapaban sus rostros, formando una visera con sus manos.

-¡NO SE MUEVE, NO SE MUEVE, NO SE MUEVE!- seguía gritando Mariano. Hasta que finalmente cayó tendido boca arriba en la plazoleta.

Pasaron las horas, y el sol avanzó, a través de la bóveda celeste, en su ruta cotidiana. Al disminuir la intensidad de sus rayos inclementes, se volvió nuevamente evidente el perturbador hallazgo del joven que siempre veía los cielos. Pero las personas lo ignoraban.

Mariano gritó agudamente. Como la niña que sufre un susto mortal. Su piel palideció. Sus ojos se abrieron en un gesto de impresionante sorpresa, ante el escenario celestial. El eco de su alarido fue escuchado por varios gentiles hombres que se acercaron para averiguar lo que le ocurría al joven.

Parados a su alrededor, inspeccionaron su estado. Notaron cómo, muy calladamente, susurraba muy rápido: “No se mueven, no se mueven, no se mueven”. Una y otra vez.

Don Eleazar, un viejo respetado en la aldea, dirigió su vista hacia lo que Mariano estaba viendo. Su boca se abrió en una mueca de incomprensión, luego de decir:

-…En verdad no se mueven..-

Fue entonces cuando los demás le imitaron, a subir la mirada.

Paulatinamente se acercaron más y más personas. Intrigadas por el grupo de vecinos, que paralizados, veían el cielo sin taparse los ojos.

Luego de unos minutos, toda la aldea estaba reunida en la plazoleta. Presas del miedo, o de la sorpresa, o de la estupefacción, todos quedaron clavados en la admiración de semejante evento.

Ya no era un punto negro, sino una veintena de puntos. Totalmente inmóviles. A una altura muy elevada. Puntos negros similares a las oscuras aves de carroña, que acostumbradamente vuelan, describiendo círculos en el cielo, para divisar su comida.

Pero aquello no eran aves. Las aves se mueven. Estos puntos estaban totalmente estacionados, en aquellas alturas.

Todos esperaron, a que algo pasara. A que aquellos alejados puntos describieran algún movimiento, pero no lo hicieron. En vez de eso, fueron apareciendo poco a poco, más y más puntos. Igual de oscuros y diminutos. Nadie se movió a llamar a alguna autoridad cercana. Todos se quedaron seducidos.

Ya no eran una veintena, tal vez había centenares o miles. Dispersados en todo el firmamento. El sol estaba menguando. Nadie revisó cuanto tiempo había pasado.

Justo a la séptima hora con quince minutos. Un desenfoque gradual de la visión dio paso a que así, de repente, en el mismo tiempo que tarda una persona en pestañear, los puntos inmóviles que manchaban aquel cielo ya bañado en una parcial oscuridad taciturna, desaparecieran de la vista de todos los presentes.

Mariano lloró de la felicidad.

Unas horas más tarde falleció, sin conocerse nunca la causa.

Jamás volvió a verse algo igual, en ese o en algún otro lugar. La magnitud de aquel fenómeno jamás fue formalmente registrada. Pasada por alto, y relegada al olvido, terminó cayendo en manos de Adrián Dumain, mientras enunciaba su estudio sobre los Universos Perpendiculares.


ESCRITO POR:
A.J. FLORES
03042009

Culpable.


Año 1931. Es la época lluviosa en febrero.



“Quizás estuve equivocado, quizás estuve borracho. Pero eso nadie lo comprobó. Por eso pienso que estoy en lo correcto, sólo que vosotros no me entendéis. Es más, me atrevería a decir que vosotros nunca han sabido lo que es amar. Hablaré entonces, para que mi situación sea entendida. Vosotros leeréis este mensaje. Estoy seguro.”

Aun la recuerdo. Estoy perfectamente seguro de todos y cada uno de sus gestos, de sus miradas perdidas, del movimiento de sus pies, del tamborileo de cada uno de sus dedos, sobre aquella taza de café, de la apertura sensible de su boca, de sus labios rosados, de cómo las luces del café iluminaban vagamente su cabeza roja, de su piel blanca, de cómo el humo del café caliente volaba con cada una de sus exhalaciones, de sus vestidos con encaje y florecillas, de su chaquetón mostaza, de su perfil de niña, de su aura verdosa, de su solitaria espera.

La recuerdo perfectamente, más de lo que vosotros recordáis a vuestras esposas….

Esperad, pronto llegaré a esa parte. Siempre en esta época provoca tomar una buena taza de café. Nunca acostumbré otros hábitos perniciosos, exceptuando el cigarrillo.

El primer día que la ví, fue un día diferente. Olvidé lo que estaba pensando en ese instante, dejé hablando solos a mis compañeros. Yo me quedé prendado, por aquel espectáculo visual. Era lo más extraordinario que había visto en mi vida.

Podía ver todos sus colores, su aura, en su más compleja abstracción. Limpié mis ojos, y seguía allí, algo que no era luz, ni vapor, ni algo que se debiera a problemas oculares. Decidí callarme, pues miedo sentí, de que mis compañeros se burlaran de mí. Miré a mi alrededor, y nadie parecía notar lo que yo observaba. Eché un vistazo a mis compañeros de mesa, y a ninguno podía encontrarles aquellos matices ultrahumanos. Era sólo a ella.

Veréis vosotros, que mi situación en este punto, fue incómoda y placentera al mismo tiempo. De verdad estaba viendo la hermosura, en su máxima y compleja expresión, mística y física. De verdad había entendido las variables que componen la estructura del fenómeno “hermosura” en el universo. Era algo más allá de la simetría clásica.

Esperadme, por favor. Tan solo dejadme explicarle, los detalles, todos los detalles.

Las gotas a veces caían con más o menos intensidad. Pero en mi mente solo había algo: la chica sola. Siempre estaba sola. Cada tarde, en la misma mesa, a la misma hora, tomando aquella taza de café. Incluso le colocaba la misma cantidad de cubos de azúcar. Y yo continuamente fui a verla, sentado en el lugar idóneo, para pasar desapercibido. Recuerdo que de mis ojos brotaban lágrimas, pues pasaba minutos sin pestañear.

Siempre estaba ella, la que leía cada gota que caía en el suelo mojado, la que escrutaba cada silencio, la que sonreía mejor que La Gioconda. La que de sólo verla, olerla y sentirla, ya concebías que la conocías profundamente, que intuías sus hábitos, sus miedos, sus mañas, sus talentos y encantos. Era ella, la distante. Una mujer perfecta para amar.

Los días pasaban y yo siempre hacía lo mismo cada tarde. Verla.

Renuncié al trabajo... o creo que ellos me despidieron. Lo cierto fue que sólo despertaba para ir al café. Dejé de usar paraguas, me empapaba y nunca me importaba. No enfermaba.

Sentía que se acercaba el día para hablarle, saber su nombre y sobre todo preguntarle: ¿Qué era eso que la hacía esperar, cada día en el mismo lugar?.

¡Entendedme!

Desperté aquel día, suponiendo que estaba efectivamente enamorado de aquella mujer. Me levanté decidido en hablarle por primera vez, curiosearle su enigmático nombre y acabar con la enfermiza costumbre de verla de lejos. Eso ya me incomodaba.

Caminé glorioso, vestido con el mejor traje que me quedaba, preparando mi artillería de verbos y eufemismos, para conquistarle. El sol brillaba con ternura en el despejado cielo. Las tonalidades se hacían súbitamente más perceptibles. Era esto el amor. ¿El primer amor a primera vista? Enamorado de alguien, que estaba totalmente seguro, era diferente a cualquier persona sobre la tierra. Pronto iba a saber su nombre. Era la gloria.

¡Imaginad cómo me sentía!

Al llegar… el café, vacío estaba. No estaba la mujer. No había rastro de su olor, ni de su sombra siquiera. La mesa permanecía vacía. No había taza. No estaba. No estaba. No estaba.

¿Qué fue lo que salió mal?

Sequé las lágrimas de mis ojos y me senté a esperar en la mesa que ella siempre ocupó. Pero el día pasó y ella no dio rastros de existencia. La mujer de cabellos rojos, y aura verdosa. La mujer que esperaba, mirando a la soledad. No quise preguntarle a nadie, no quise que se burlaran de mi.

¿Comprendéis mis palabras? Ahora sentado permanezco, mirando a la soledad. Sentado en la misma mesa, alumbrado por el mismo farol, y escuchando la misma canción, llamada “Guilty”, que nunca dejó de sonar en la misma radio estación, desde ese día.

Esperando mientras afuera sigue lloviendo, a que vuelva la mujer sola. No quiero sentirme culpable. Nunca supe su nombre. Ahora sigo, tomando la misma taza de café.

Escrito por:
A.J. FLORES
02012009

Un imperfecto desconocido.


La brisa, aunque a veces resulte fría, no siempre es escalofriante, sino placentera, relajante y natural. El tiempo a veces produce una sensación similar. Pocas personas sienten los efectos del tiempo, como si fuera una brisa, una fría brisa.

El andén estaba iluminado por una claridad amistosa, propia de aquella tarde de Septiembre. En el sistema había un flujo suave de personas, algo normal a las 2 y 28 post meridiem. El niño de cabello claro, concentrado en su reloj, esperaba con afán la llegada del próximo tren.

- Que lento es el universo que ven los hombres...- dijo tranquila y pausadamente el viejo, cuando el tren pasó desacelerando, justo en frente de todos.

Aunque fue poco perceptible el mensaje, para las personas que se congregaron a las puertas del tren, no hay que pasar por alto, que el joven apresurado, escuchó con especial sonoridad, la misteriosa revelación que el destino le había preparado.

Exclusivamente para él.

Sentándose cerca del viejo, analizó con detalle las gafas de montura cuadrada y tenaz aumento, el delgado suéter caqui de botones, los zapatos de tacón recién lustrados, la piel amarillenta y pálida, con estilizados surcos y arrugas, y la reducida pero suave, cabellera de éste.

Su mirada intuitiva, despertaba el interés y la curiosidad del pequeño. Se movía continuamente, escrutando cada cosa fuera del vagón, incluso el suelo cercano al riel, que como todos saben, estando el tren en movimiento, se convertía en una ruidosa y desquiciada secuencia visual. Al parecer eso no le importaba, prestaba escasa atención a la gente de otros asientos, incluido el niño que respetuoso le miraba.

Era enigmático. Su actitud no tenía indicios de senilidad juguetona o infantil. El pequeño se daba cuenta perfectamente de esto, al repetir una y otra vez la misma frase en su memoria ecónica: “Qué lento es el universo que ven los hombres”, “¿Qué lento es el universo que ven los hombres?”, ¿Qué lento es?, ¿El Universo? ¿Qué ven los hombres?

Volvió entonces a pensar en lo que el viejo miraba. ¿Era el movimiento del tren la clave del análisis? Este era un interesante punto para sus deducciones. El niño en cuestión, poseía una gran habilidad deductiva y analítica, pero no daba con una hipótesis razonable para la misteriosa frase.

Fue después de ver la ventana que tenia al lado suyo, y de prestar atención al reflejo completo de la posición del viejo sentado, que entró en cuenta de la existencia de una pista, totalmente perturbadora.

Ambos estaban sentados exactamente en la misma posición. Apoyando las nalgas en el mismo sentido, con los codos hacia el abdomen, y la misma posición arqueada. Era algo curioso y bizarro. Aquella información imprevista, inundó de hipótesis contradictorias y absurdas, la mente perspicaz del niño.

Suspiró y aclaró su mente, volvió a observarle, agudizando la vista. Encontró más parecidos: los lunares en el dorso de ambas manos, la posición de los pies, la frecuencia de pestañeo y hasta de respiración. ¡Eran exactamente las mismas!

Coincidencia o no, aquello trascendía en algo notablemente extraño.

La posibilidad de que fuera algún familiar era nula, sabía que sus abuelos habían muerto, e incluso conocía perfectamente sus rostros, apariencias, semblantes y fisonomías, estando vivos. No había posibilidad de error.

Sintió entonces una inusual sacudida de incomprensión, que no era frecuente en él. Decidió bajarse en la siguiente estación para dejar de pensar en el incoherente asunto.

Bajándose del tren el niño y cerrándose las puertas del mismo, se colocó justo enfrente de la ventana por donde miraba el viejo, con actitud retadora. Varios segundos pasaron. Supuestamente.

Se miraron.

El viejo levantó sus labios en una indescriptible sonrisa, y con su índice izquierdo, simuló dibujar en el vidrio un 8 acostado.

El tren arrancó. Muy rápido. El niño sólo veía una desquiciada y ruidosa secuencia visual, de un tren que se movía frente a él.

Era el símbolo del infinito lo que el viejo había dibujado.

Aquel imperfecto desconocido, debía de ser él mismo, pero con unos 70 años más de vida. Fue la contundente conclusión a la que el niño llegó.

Era el niño, Adrian Dumain. Que por primera vez en su vida, sentía esa extraña brisa, placentera, relajante, natural y a la vez fría.


escrito por:
A.J. FLORES
01042009

Los 154 balazos.



Las botas llenas de tierra arrastraban a su paso la polvareda del cansancio y el agotamiento. Las correas repletas de cartuchos de rifle, aportaban aun más peso a la fatiga. Una brisa seca ponía ásperos los ojos de los tres rebeldes.

Aquel 19 de Junio de 1916, alrededor de 2500 soldados a caballo y a pie, dispersados en varios batallones, pertenecientes a uno de los regimientos al mando del General Black Jack Perching, rastreaba las lejanías desérticas y aparentemente solitarias del norte de Chihuahua. La búsqueda que meses atrás había comenzado, parecía no tener descanso, ni Pancho Villa, ni sus hombres dejaban señales de su ubicación precisa.

El sonido de un disparo solitario distrajo a los jinetes yanquis, proveniente de un cerro que para ellos era desconocido. Temiendo una supuesta emboscada se hizo el llamado de alerta y se alistaron las filas para preparar la defensiva. El grupo total reunido era de 150 hombres, entre soldados y jinetes, no hubo heridos. Al parecer, los demás batallones cercanos, no respondieron al llamado de alerta, por lo que aquel grupo tuvo que afrentar la supuesta emboscada con los recursos y hombres de los que disponía en ese momento.

- ¿De donde ha provenido aquel disparo? – preguntó a su primer oficial, el Coronel J. Bradley.
- Sin duda provino del lado Este del cerro, señor…

Para el asombro del Coronel Bradley, apenas el primer oficial hubiera terminado de pronunciar la última sílaba de su frase, un fugaz silbido y algo que impacta en el cuerpo de éste, dejándole inerte unos cuantos segundos. El Coronel y los demás presentes quedaron paralizados ante la inminente ofensa.

Tras caer el cuerpo, el horror se hizo realidad.

Una intensa y despiadada balacera comenzó en el escenario. Los jinetes e infantes se movieron en el acto con rifles en mano descargando municiones contra un enemigo que ninguno veía a pleno mediodía. Las miras yanquis apuntaban hacia el cerro, el agudo sonido de las balas al impactar contra las rocas recalentadas por el infame sol fue interrumpido por el “Alto” del Coronel.

Un silencio sepulcral inundó el ambiente. La brisa se detuvo, el polvo no se movía del sitio. Ni siquiera los caballos relinchaban, al parecer la respiración de todos había quedado muda. Todos hacían el mayor esfuerzo, para poder captar la más leve señal del enemigo.

Pero nadie escuchó algo. El Coronel Bradley temiendo haberse quedado sordo. Gritó enseguida:

- ¡DEN LA CARA RATEROS… CUATREROS VILLISTAS! ¡SI ES QUE AUN LES QUEDA VALOR, DE LUCHAR COMO HOMBRES! ¡SI ES QUE AUN SE CONSIDERAN HOMBRES!

El eco de aquel grito retumbó por los rincones empedrados del lugar sin vida. Nadie dio la cara.

La furia e indignación del Coronel, lo impulsó a tomar la decisión de recorrer el lado Este del cerro, ascendiendo y dispersando toda la tropa en la búsqueda de lo que él consideró una veintena de cobardes villistas escondidos entre las grutas. Fáciles de cazar.

Sin embargo, y luego de unos minutos, la balacera volvió a sepultar el silencio. Se confundieron los rifles de los yanquis con escalofriantes y certeros disparos de revólver.

La ira se volvió confusión, la confusión se volvió desesperación, y la desesperación se hizo horror.

Bradley, pudo ver como uno por uno iban cayendo sus hombres. En 6 minutos La tropa quedó reducida a su única presencia despavorida, que corría por entre las piedras, escapando y dando tumbos hacia el desierto. Gritando maldiciones, presa del horror, jalaba el gatillo, brazo extendido en dirección a la siniestra formación rocosa, disparando sin ver si quiera las últimas tres balas que quedaban en su pistola.

Luego de una intensa carrera, cayó entre las rocas del árido suelo, asfixiado, pálido, y con la mirada desorbitada. Muriendo sin escuchar nada. Muriendo sin haber recibido un solo disparo del enemigo. Pero lo más insólito es que el Coronel Bradley, murió sin saber contra quién se enfrentaba y sobre todo sin saber, que unos minutos atrás, había dado muerte a aquel desconocido enemigo.

El 21 de Junio del año 1916, mientras atardecía, una cuadrilla de guerrilleros recorría con presura las secas tierras, amparados por la naciente sombra, y por los cañones que enfundaban. Llegaron rápidamente al cerro que un mes atrás habían dejado de usar como lugar de escondite, por razones estratégicas.

Un olor inesperado crecía en el lugar. Para su sorpresa vieron como cadáveres con uniforme de militar yanqui estaban tirados en diversas zonas del cerro. Todos con una sola herida de bala. No salían de su asombro, y pensando que el cerro había sido nuevamente tomado por los ejércitos rebeldes del General Villa, llamaron en clave al vacío, pero solo el eco respondió nuevamente.

Intrigados, continuaron su búsqueda y se dirigieron a la gruta donde acostumbraban a reunirse. Encontraron tres cuerpos sin vida, que resultaron familiares.

- ¿Pos qué pasó acá?
- Ahi tan los hermanos Juarez...
-¿Los ciegos?...
- No hay de otra, son ellos.
- Esto es cosa del diablo, compadre...

Antonio Villegas y los demás rebeldes revisaron a los tres desafortunados hermanos, ya tiesos, con las pistolas aun en mano, y sus blancuzcos ojos abiertos. Cada uno con una sola herida de bala. Al revisar los bolsillos para verificar algún mensaje escrito, no dieron con nada.

Tan sólo encontraron un retrato de los tres en la chaqueta del mayor, que Villegas guardó con recelo. Nadie más supo o contó lo que pasó en aquel desolado, y desde entonces, maldito lugar.

escrito por:
A.J. Flores
31032009

Los Cosmonautas.



Mi reloj estaba adelantado 9 minutos. Había escuchado, que sólo de esa manera podría adelantarme a los hechos. Que sólo de esa manera encontraría la verdadera correspondencia. Y en efecto llegó.

Siempre creí ingenuamente en la existencia de las pistas ocultas, de las señales dejadas, y siempre las busqué, pero nunca daba con ellas. Todos los caminos me conducían a calles ciegas, atrapado estaba, en un inmenso laberinto de pistas erradas.

Sin embargo aquel 20 de Febrero, para mi asombro, la pista me encontró.

El teléfono sonó con descaro, el reloj marcaba la 1 y 9, ante meridiem.

- …Hoy en la estación central.- fue lo único que dijo una voz masculina de desconocida procedencia. Aquel mensaje interrumpió mi sano sueño. La intriga me impulsó a encontrar la fuente de esa llamada. Era el instinto, de que por fin había llegado el día en el que me toparía con lo desconocido. Esperé la hora indicada para salir.

Era mientras caminaba, apenas despuntado el alba, que comenzó aquella extraña sensación, aquel sentimiento de ajenidad con respecto al resto de las cosas que me rodeaban.

Estábamos en ese lugar e instante, un yo y un gran signo de interrogación, que al parecer me había acompañado durante toda mi vida. Un gran signo de interrogación bajo cuya sombra habría crecido el mundo que mis sentidos captaron como suyo propio. Así lo sentía.

Y ahí estaba la Estación Central, recién abierta a los usuarios de aquel día. Me senté, y esperé atento.

Nada ocurría, sólo gente, moviéndose constantemente. Escudriñaba sus conversaciones al pasar frente a mí. Busque algo especial entre ellos, pero nada anómalo había. Ningún teléfono sonaba cerca. La frustración comenzaba a germinar en mi semblante. El reloj de la estación marcaba las 2 y 2, post meridiem.

Fue en ese momento, cuando me percaté de que bajo mis viejos zapatos se hallaba un pequeño trozo de papel, ya sucio y marcado por indiferentes pisadas. Era una pequeña tarjeta blanca, del tamaño de una tarjeta de presentación. La tomé.

Mis ojos no podían dar crédito. Mis manos sujetaron con dificultad aquel enlace entre lo insólito y lo creíble.

Con letra de máquina de escribir claramente se leía, la fría y anónima revelación:

“Gagarin no es el primero.”

Mi reloj marcaba las 2 y 11 post meridiem.


escrito por:
A. J. Flores
30032009


"ADRIAN DUMAIN. EL LIBRO DE LOS CUENTOS DETRÁS DEL ESPEJO"

Esta obra digital es de la autoría de mi persona. Comprende un recopilatorio de mis mejores cuentos breves( algunos brevísimos).

Espero compartan sus opiniones conmigo!, serán bien acogidas!


Dedicado a todos los que desean saber...

A.J. FLORES