domingo, 13 de septiembre de 2009

El río.


Era salvaje y tierno al mismo tiempo. Cuando solía callar era misterioso. Nadie sabía lo que ocultaba. Nadie sabía si realmente ocultaba algo. Era precisamente por eso que pasé la mayoría de mis años andando sigilosa, a su lado. Aunque sea de simple espectadora. Solía moverse al compás del viento, como la serpiente que se desliza. Guiado por el compás de las ramas de los pinos que le rodeaban. Las tardes de cielo rojizo, eran especiales. Cuando eran reflejadas en sus aguas.



Aún recuerdo la época en que aquellos gringos de calzones cortos y zancas blancuzcas intentaron de forma hermética, sabihonda y “científica”, realizar concienzudos análisis y estudios de cualquier índole sobre las vacilantes aguas de nuestro río.

Recuerdo que nadie dijo nada. Ni siquiera una advertencia a los forasteros.
Sólo esperábamos con silenciosa malicia, o curiosidad, a que sucediera.

Y yo, debajo del pequeño paraguas naranja que me acompañó como un perro fiel durante aquella infancia de sonrisas y olvido, anduve siempre cautelosa, detrás de los pinos, persiguiendo la pequeña lancha que monótonamente se detenía, para que sus tripulantes hicieran quién sabe qué, sobre el agua.

De pronto un grito, seguido de palabras inentendibles, que expresaban exaltación y sorpresa. Uno de los hombres saltaba, induciendo a otro a que continuara haciendo lo que hacía. A que continuara buscando algo que jamás sabrían explicar.

No sabían que aquel río no tenía fondo.

- ¡La lanzaré ahora mismo!, no me importa… – chilló Juanchito sujetándola en su mano infantil contradictoriamente áspera.
- Espera… espera a ver qué encuentran. – supliqué.
- Si nosotros no hemos sabido, ellos menos, que ni siquiera saben decir aguacate. ¡Al carajo!.- soltó el pillo, al momento de emprender una minúscula carrerita para lanzar la piedra redonda y pesada, con toda su fuerza, en dirección a los desconocidos.

Aquella piedra fue a dar contra la superficie del agua, provocando un chapuzón que sonó como si la roca hubiera sido succionada con fiereza. Los gringos se voltearon y no entendieron la procedencia del sonido.

Los niños se agazaparon.

Un ruido ronco comenzó a emerger de las profundidades del agua. Haciendo que una vibración particular comenzara a cosquillear las plantas de los pies.

Los inocentes rufianes rieron y celebraron el espectáculo. La lancha ahora había desaparecido entre aquellas aguas. Quién sabe a donde. La corriente se aceleró de forma bravía y tempestuosa.

Luego el chaparrón. Un chaparrón de magnitudes inesperadas que los niños siempre disfrutaban. Yo me llenaba de muchas dudas e intrigas, pero al no encontrar respuesta alguna me entregaba al frenesí inmaduro de correr entre los troncos bajo el diluvio que no procedía de ningún sitio.

No éramos ningunos brutos, nunca lo fuimos, a pesar de no haber asistido a la escuela como los demás niños. Sabíamos tres cosas que poca gente sabía. Cosas que ni los musiús bachilleres sospecharían:

El río se enfurecía cuando le lanzaban piedras, se tragaba cualquier persona que estuviera sobre sus aguas y generaba un torrencial aguacero. Siempre sucedía.

La otra era que el río no poseía fondo, nadie le tocó el fondo y nadie se atrevió siquiera a sumergirse para averiguarlo. Podíamos nadar en sus aguas y divertirnos, por lo menos en las orillas, sin adentrarnos mucho al centro, por temor.

Y por último, sabíamos que el elemento que alegraba al río eran los tabacos. Lanzar un tabaco al agua del río generaba días espectaculares de belleza inaudita. Todo en rededor florecía. Los viejos decían que sumergirse con un tabaco encendido en la boca te ayudaría a sacar morocotas de oro del fondo, pero nosotros dudábamos de eso, pues sabíamos y teníamos clara la premisa de que el río no tenía fondo.

Ser la de mayor edad en el grupo siempre me puso ante una responsabilidad algo incómoda. Mi deber era comprobar nuestros insólitos experimentos sobre las aguas del río. Vagos precoces, pero curiosos y aventureros, siempre fuimos.

Hasta que llegó el día.

El día que cumplí 15 años. Luego de las fiestas y las celebraciones, fuimos a jugar como de costumbre, al río. Anochecía y hacía poca la luz.

Entre sombras, Juanchito se acercó con su regalo, un tabaco envuelto en periódico.

Sorprendida y entusiasmada sonreí ante el detalle. Era obvio que los niños necesitaban que hiciera aquella hazaña que nadie había hecho, antes de que fuera más adulta: sumergirme de noche.

Respirando profundo para dejar atrás los nervios me decidí a hacerlo, con todo y traje de fiesta. Pensaba y estaba confiada que nada malo pasaría con un tabaco en mi poder.

Encendieron el tabaco y la candelilla iluminó levemente mi rostro. El humo plagaba mis pulmones. Sosteniéndolo en la boca, comencé a adentrarme en las aguas del río.

Era inusual sentirlas tal calmadas, sentía como si no hubiera agua, estaba totalmente estática la corriente. El agua era cálida y sabrosa, como el agua de una bañera.

Continué caminando hacia el fondo y mi cuerpo se sumergía. Cuando sólo quedaba mi cabeza sobre la superficie alcancé a escuchar de alguno:

- ¡Mosca y no te tardes Sofía!

Aspire una bocanada de humo en lugar de aire y sumergí mi cabeza.

Bajé como si bajara una escalera. Bajé y sentía que flotaba ingrávida. No me hacía falta el aire. Bajaba por las aguas, comencé a escuchar una música. Música que no era de iglesia, pero sí como de santidad.

De pronto una luz intensa, y una puerta se abría para dar lugar a un reunido grupo de personas iluminadas vestidas de pulcra etiqueta.

- Hasta que por fín llegaste. Te estábamos esperando.


A.J. FLORES.
130909


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