miércoles, 6 de mayo de 2009

Un imperfecto desconocido.


La brisa, aunque a veces resulte fría, no siempre es escalofriante, sino placentera, relajante y natural. El tiempo a veces produce una sensación similar. Pocas personas sienten los efectos del tiempo, como si fuera una brisa, una fría brisa.

El andén estaba iluminado por una claridad amistosa, propia de aquella tarde de Septiembre. En el sistema había un flujo suave de personas, algo normal a las 2 y 28 post meridiem. El niño de cabello claro, concentrado en su reloj, esperaba con afán la llegada del próximo tren.

- Que lento es el universo que ven los hombres...- dijo tranquila y pausadamente el viejo, cuando el tren pasó desacelerando, justo en frente de todos.

Aunque fue poco perceptible el mensaje, para las personas que se congregaron a las puertas del tren, no hay que pasar por alto, que el joven apresurado, escuchó con especial sonoridad, la misteriosa revelación que el destino le había preparado.

Exclusivamente para él.

Sentándose cerca del viejo, analizó con detalle las gafas de montura cuadrada y tenaz aumento, el delgado suéter caqui de botones, los zapatos de tacón recién lustrados, la piel amarillenta y pálida, con estilizados surcos y arrugas, y la reducida pero suave, cabellera de éste.

Su mirada intuitiva, despertaba el interés y la curiosidad del pequeño. Se movía continuamente, escrutando cada cosa fuera del vagón, incluso el suelo cercano al riel, que como todos saben, estando el tren en movimiento, se convertía en una ruidosa y desquiciada secuencia visual. Al parecer eso no le importaba, prestaba escasa atención a la gente de otros asientos, incluido el niño que respetuoso le miraba.

Era enigmático. Su actitud no tenía indicios de senilidad juguetona o infantil. El pequeño se daba cuenta perfectamente de esto, al repetir una y otra vez la misma frase en su memoria ecónica: “Qué lento es el universo que ven los hombres”, “¿Qué lento es el universo que ven los hombres?”, ¿Qué lento es?, ¿El Universo? ¿Qué ven los hombres?

Volvió entonces a pensar en lo que el viejo miraba. ¿Era el movimiento del tren la clave del análisis? Este era un interesante punto para sus deducciones. El niño en cuestión, poseía una gran habilidad deductiva y analítica, pero no daba con una hipótesis razonable para la misteriosa frase.

Fue después de ver la ventana que tenia al lado suyo, y de prestar atención al reflejo completo de la posición del viejo sentado, que entró en cuenta de la existencia de una pista, totalmente perturbadora.

Ambos estaban sentados exactamente en la misma posición. Apoyando las nalgas en el mismo sentido, con los codos hacia el abdomen, y la misma posición arqueada. Era algo curioso y bizarro. Aquella información imprevista, inundó de hipótesis contradictorias y absurdas, la mente perspicaz del niño.

Suspiró y aclaró su mente, volvió a observarle, agudizando la vista. Encontró más parecidos: los lunares en el dorso de ambas manos, la posición de los pies, la frecuencia de pestañeo y hasta de respiración. ¡Eran exactamente las mismas!

Coincidencia o no, aquello trascendía en algo notablemente extraño.

La posibilidad de que fuera algún familiar era nula, sabía que sus abuelos habían muerto, e incluso conocía perfectamente sus rostros, apariencias, semblantes y fisonomías, estando vivos. No había posibilidad de error.

Sintió entonces una inusual sacudida de incomprensión, que no era frecuente en él. Decidió bajarse en la siguiente estación para dejar de pensar en el incoherente asunto.

Bajándose del tren el niño y cerrándose las puertas del mismo, se colocó justo enfrente de la ventana por donde miraba el viejo, con actitud retadora. Varios segundos pasaron. Supuestamente.

Se miraron.

El viejo levantó sus labios en una indescriptible sonrisa, y con su índice izquierdo, simuló dibujar en el vidrio un 8 acostado.

El tren arrancó. Muy rápido. El niño sólo veía una desquiciada y ruidosa secuencia visual, de un tren que se movía frente a él.

Era el símbolo del infinito lo que el viejo había dibujado.

Aquel imperfecto desconocido, debía de ser él mismo, pero con unos 70 años más de vida. Fue la contundente conclusión a la que el niño llegó.

Era el niño, Adrian Dumain. Que por primera vez en su vida, sentía esa extraña brisa, placentera, relajante, natural y a la vez fría.


escrito por:
A.J. FLORES
01042009

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