jueves, 7 de mayo de 2009

La Misteriosa obra de Manjit Andhyagi.


Los varones allí reunidos, discutían con exclusivo asombro lo que Alexander estaba a punto de realizar. Era el año 1892. La primera llamada telefónica se estaba llevando a cabo en Chicago.

Mientras tanto, algo inconcebible estaba sucediendo, ante los ojos de sabios y desconocidos yoghis hindúes, que llamados por voluntad mística a reunirse en aquella humilde habitación, admiraban el precioso talento, de la niña Manjit Andhyagi.

Aquella niña, de algunos 8 años de edad, dejó perplejos, a aquellos maestros con capacidades excepcionales en el arte de la meditación. Era Manjit, capaz de usar la mirada para llevar a cabo el más fino de los trabajos: la pintura.

La revelación se hizo presente, fue apareciendo súbitamente en una pared, el hermoso rostro de una mujer, la más hermosa de todas las mujeres. Aquellas facciones, tan preciosas y simétricas, eran acreedoras de la incomprensión de los allí reunidos.

Rompiendo el silencio, un yogui anciano, con los ojos casi perdidos por las cataratas inexpugnables, abrió su boca para pronunciar con su imponente voz:

- Pārvatī…- dijo exclusivamente el swami.

Todos sintieron el mismo fervor contemplativo por la aparición milagrosa de aquel perfecto rostro y cuerpo femenino. Era claro reflejo de la venerada esposa de Shivá.

Manjit sonrió al culminar la majestuosa obra. Al voltearse, encontró a los maestros con lágrimas en los ojos. Era obvio, que no había obra similar sobre la tierra. O tal vez si. Lo cierto era que el preciado trabajo, despertó un clandestino culto, por los ojos de la niña.

Para mi asombro, nadie había documentado este hecho. Rodeada por un hálito de misterio y profundo secretismo, la obra de Manjit había sido atesorada por aquellos escasos testigos.

Afortunadamente, este divino evento me fue relatado en secreto, por el Swami Vivekananda, íntimo amigo, durante su estadía en la ciudad de Chicago, en 1893.

No podía dar crédito a lo relatado. Tanto fue mi asombro, que sin dudarlo viajé hasta aquellas lejanas tierras, tras la pista de la niña de desconocida casa familiar, y de muchísimo más inexplicable talento.

Mi búsqueda dio frutos. Algunos desconcertantes, hasta para mí.

Ciertamente, aquel secretismo que rodeaba la vida y obra de una niña llamada Manjit Andhyagi, se debía a un preciado don, de poder dibujar y plasmar imágenes de un inaudito valor pictórico, simplemente con el uso de la mirada. Sin pinceles, sin pinturas, sin ningún recurso físico conocido por la mente moderna. La imagen quedaba plasmada sobre la superficie usada como lienzo. Usando tan solo la mirada. Aquello escapaba a toda explicación científica razonable. Era pues, un don que indiscutiblemente había que proteger, sobretodo apreciando su concordancia, con una posible revelación de la mismísima Diosa Parvati.

Mis investigaciones personales, dieron con que la noticia de lo ocurrido, llegó misteriosamente a oídos de la mismísima Emperatriz Victoria I, la cual deseando sobre todas las cosas existentes, más allá de lo material, mandó a encontrar a toda costa, a la niña y a su obra.. Intentos que a fin de cuentas fracasaron.

Los murales que quedaron pintados, en medio de la cofradía descrita al inicio, fueron destruidos antes de que alguien encontrase rastro alguno de la vivienda de Manjit. Más sorprendente aún, parece la desaparición de la niña, la cual, más nunca fue vista en la India, ni en Nepal, por los pocos privilegiados que conocieron esta historia, en aquella época.

Queda mencionar, a modo de conclusión, que pequeños fragmentos de aquella hermosa obra maestra, fueron guardados por algunos de los primeros testigos. Para mi sorpresa, y mientras le relaté lo sucedido al Swami Vivekananda, en una visita que hice en Belur Math, en el año 1902. Él mismo, sonrió una vez terminado mi relato, diciéndome luego:

- Supiste buscar como nadie más sabe buscar. ¿No sabes que las respuestas, debajo de las piedras están?...- sacó de uno de sus bolsillos un pedazo de piedra o losa. – .. Sin embargo, recuerda que… aún hay preguntas que deben quedar sin respuestas.

Finalizó sonriendo, mientras ponía aquella losa sobre mi mano.

Luego se supo que ese mismo día, el Swami Vivekananda, alcanzó el mahasamadhi, cumpliéndose su profecía de morir antes de cumplir los 40 años.

Y para mi alegría, aquel trozo de envejecida losa, era el último fragmento de la hermosa obra de Manjit Andhyagi, que al examinarla, solo pudo llenarme de profunda admiración, ante la bondad del maestro y ante los muchos misterios que parecían desvelarse sobre el manto de la Virgen de Guadalupe.

ESCRITO POR:
A.J. FLORES
06042009

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